Ayer tarde, subí a
la terraza para ver el atardecer. Hermoso. Luz rasante (que en estas
latitudes dura muy poco tiempo) sobre una ladera del Cotopaxi, que se
puso color naranja, sobre los demás montes que pasaban del dorado al
violeta, con un viento frio y fuertecito que limpiaba el cielo de
nubes. Me entró como una melancolía, no, no tanto, algo como una
saudade, pensando: ¿será eso desde ahora en adelante, y por un
adelante que no sé cuánto tiempo durará, será pues esto el paseo
del día ? La terraza? Bueno, por qué no.
Esta mañana, subí
nuevamente a la terraza, esta vez para tender la ropa. Me encanta. No
sé por qué me gusta tender la ropa. También recogerla. Eso fue al
mediodía y ahí me encontré con Lucía. Nos pusimos muy contentas.
Como si hubiesemos coincidido … no sé, en un paseo al centro de
Quito o algo así.
Ayer, estuve mirando
un reportaje sobre París vacío. El chico del reportaje iba
entrevistando a la escasisima gente que por allí transitaba. A una
señora de pelo blanco, brilloso, cortado muy moderno, elegante,
estilo Christine Lagarde, le hace la misma pregunta que a todos: “Qué
le parece la manera cómo se está gestionando la crisis” y espeta
la señora, con ese tonito de autoridad entre impaciente y
suficiente, muy propio de la gente de su clase: “Pero ya basta !
Basta de siempre criticar ! Hacen lo que pueden ! Son jóvenes!”
Todavía hoy, no
salgo de mi asombro. De hecho, últimamente, estoy oyendo cosas que
pensaba no oirlas jamás.
Esta mañana, se me
ocurrió otra historia, que nada que ver pero tal vez sí. No lo sé
y me da igual. Me apetece contarla.
Hace unos pocos
años, leí una novela de una joven autora francesa. La historia de
un grupo de chicas que se reunen en un café, comparten sus
historias. Son muy amigas. Muy diferentes pero solidarias, cómplices,
leales. Todas llevan una actividad intensa en facebook o similar, con
identidades inventadas. Hay un chico más bien tranquilo, tímido,
muy poco dado a compartir rituales masculinos de oficina y demás.
Para cortar la historia, las chicas deciden un buen día que vale, él
puede integrar a su grupo. Esta mañana, me acordé de esta historia
porque, por primera vez, la asocié a algo que me había ocurrido
hace …. 50 años. Estaba sentada en un café con un grupo de chicos
de la misma edad, entre 20 y 22 años. Muy amigos. Estaban planeando
un viaje a Grecia para las vacaciones que se avecinaban. Y yo,
escuchando. Cuando de repente dije: “quiero ir con vosotros”.
Silencio, sorpresa, hasta que uno dijo: “De acuerdo. Yo creo que
eres del tipo de chica que se puede incorporar a este viaje”. Y,
esta mañana, pensé: vaya, han pasado casi 50 años para que las
chicas puedan tener la autonomía, la libertad de decidir, también
ellas, si un chico puede, o no, participar de actividades suyas.
Antes, era un derecho masculino. Y también, 50 años para que a un
chico le pueda resultar interesante lo que mujeres hagan entre sí.
Ya han dejado de ser, para ambos géneros, “cosas de mujeres”
que, en mi juventud, siempre tenía una connotación peyorativa, o
por lo menos, de poco o ningun interés.
Hoy se cumple una
semana de encierro. La última vez que compartimos un almuerzo con
amigos fue el otro sábado. Esa semana ha pasado volando. Y yo me
pregunto ¿será así ésta?
De momento, el día
pasa a toda velocidad. No me aburro para nada. Lo que estamos
viviendo es tan nuevo, tan inesperado, tan impensado que no me doy
abasto para intentar entender, comprender, en el sentido de hacer que
ese nuevo mundo prenda conmigo, como se dice de una plantita que
prenda en la nueva tierra a la que se le ha trasplantado.
Y noto algunos
cambios: me parece que ahora soy consciente cada vez que me llevo las
manos a la cara. Esta mañana, mirando la ropa tendida, noté que no
había casi ropa de vestir pero sí mucho trapo de cocina. Claro, al
no salir, no se ensucian tanto pantalones y camisetas. En cambio, al
haber dejado de comer fuera, hay que cambiar los trapos de cocina
casi a diario…
Esta mañana, me
contaba Lucía que, al principio, tenía miedo de que se iba aburrir.
Al cabo de una semana de quedarse en casa, y sin empleada (aquí, se
han suspendido los transportes públicos y, además, Javier, su
marido, que es diabético y con una cuadro de saluda no muy bueno,
está tomando muy muy muy en serio eso del contagio conque decidieron
que mejor suspender la empleada, y creo yo, con razón), dice Lucía
que en realidad está feliz: que nunca le ha gustado trabajar, que no
hay nada más rico que no tener que responder ante cualquier jefe,
que no se aburre ni un minuto. Y pensé que, en este momento, hay a
lo largo de este planeta mas o menos 1000 millones de gentes que han
dejado de trabajar. ¿Qué están experimentando?